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Durante las primeras etapas de la recuperación, resulta muy habitual encontrarse que los pacientes y sus familiares se encomiendan a la “fuerza de voluntad” del primero. Suelen hablar de “ganar la batalla a la droga”, de “luchar contra la tentación”, de “ser fuertes”, o de “poner lo que hay que ponerle”, entre otras.

Resulta muy difícil, y no pocas veces imposible, hacerles cambiar el chip en ese sentido, y es que… ¿acaso la fuerza de voluntad ha curado alguna vez una enfermedad? Por lo menos yo, no conozco todavía ningún caso.

Nunca voy a olvidar como, durante los últimos meses de consumo antes de entrar en recuperación, me prometía a mi mismo y me convencía de que al día siguiente no iba a volver a tomar.

Tumbado en la cama, los ojos como platos a las seis de la mañana, sabiendo que faltaban dos horas para que sonara el despertador y tuviera que arrastrarme hasta el trabajo. Sin moverme para no hacer ruido, con el corazón luchando por salir a través de mi garganta y con el estómago revuelto por la mezcla explosiva de alcohol, cocaína y benzodiazepinas que acumulaba.

En esta lamentable situación, deseaba con todas mis fuerzas que al día siguiente no se repitiera la misma historia, rogaba una tregua. Me juraba y perjuraba que al día siguiente todo iba a ser diferente. No iba a tomar. Y de verdad lo creía.

Igual que cuando se lo juraba a la gente de mi entorno. No mentía. En serio lo pensaba. Mañana todo sería diferente. Sería fuerte. Lucharía contra la tentación. Tendría mucha fuerza de voluntad y pondría lo que había que ponerle.

Si embargo al día siguiente, algo pasaba en mi cabeza. Cuesta describirlo. La idea del consumo aparecía tarde o temprano e iba creciendo hasta hacerse insoportable. No podía detenerlo. La cabeza centrifugaba sin parar. Esa idea me bombardeaba hasta que no era capaz de pensar en nada más. No había nada que hacer. Tendría que consumir una vez más. Solo una más.

En algunas ocasiones, logré mantener la abstinencia incluso dos o tres meses. Las deudas acumuladas, y los ultimátums en casa y en el trabajo me obligaban a apartarme del consumo. Iba de casa al trabajo y del trabajo a casa. Me encerraba todo el fin de semana, me atiborraba a comer compulsivamente, y por supuesto, me tomaba algún fármaco que me ayudara a dormir. Así que lo que se llama abstinencia… poca.

Pero al cabo de unas semanas el entorno volvía a estar calmado, había conseguido liquidar mis deudas, y me sentía nuevamente preparado para hacer cosas. Tal vez salir un rato. Tal vez incluso podría tomarme una. Solo una. Esta vez lo podría controlar… De nuevo a centrifugar, y de nuevo a la misma rueda.

Eso es todo lo que lograba mi fuerza de voluntad.

Tuve que aprender a confiar en otro tipo de fuerza para lograr alejarme del consumo: La fuerza del grupo.

grupo

El grupo de terapia tiene algo de mágico. Una fuerza y una sabiduría especiales, capaces de desmontar las artimañas psicológicas que trama la enfermedad en la cabeza del adicto.

El grupo está íntegramente formado por personas que padecen la misma enfermedad que uno. Eso implica un tipo de autoridad nueva para el adicto. Una cosa es que un familiar, un amigo o un médico pretendan aconsejarte (Qué sabrán ellos. ¡Yo controlo!). Y otra muy distinta es que alguien que ha estado metido en el mismo pozo del que vienes tú, que ha vivido los mismos desastres, las mismas humillaciones y que ha sentido la misma impotencia, te hable de su experiencia y de cómo ha logrado dejar de tomar.

Imagínate si esa persona no es una, si no que son más de veinte. Un grupo de personas a quién resulta imposible engañar ni manipular, porqué han engañado y manipulado tanto como tu. Un grupo de personas que te entienden perfectamente porqué son tus iguales. Un grupo de personas que no te exigen nada que no estén haciendo ellos mismos. Un grupo de personas con el que uno adquiere un compromiso, ya que, no solamente se limita a aconsejarte, si no que también pide tu consejo para los demás compañeros.

En todos estos aspectos, y en muchos otros, es de donde procede la fuerza del grupo.

Recuerdo una terapia durante los primeros meses en la que levanté la mano para hablar. Llevaba varios días sin ver las cosas claras. El grupo me exigía unos cambios que yo no tenía en mi agenda y que, la verdad, no tenía ningunas ganas de hacer. Sin embargo, tomé la decisión de dejarme llevar. Ya que durante tanto tiempo yo había intentado dejar de consumir a mi manera y no había conseguido más que darme de bruces contra la pared, ya que mucha de esa gente, en cambio, llevaban años sin consumir y parecían estar contentos con sus respectivas vidas, había decidido entregarles las riendas de mi vida durante un tiempo. Me comprometía a hacer lo que ellos me aconsejaran, con la esperanza de que, de ese modo, finalmente lograría aprender a vivir sin drogas.

A partir de entonces fue el grupo de terapia quien dirigió mi vida en todos los aspectos. El grupo me decía qué cosas hacer, y sobretodo, qué cosas no hacer. El grupo me decía qué lectura debía darle a las cosas que sucedían a mi alrededor, y qué actitud tomar ante ellas. Y finalmente, cuando estuve preparado, también fue el grupo el que me empujó a dejar de depender de ellos, a tomar mis propias decisiones.

El tiempo ha demostrado que tomé una decisión correcta. Y para tomar esa decisión no me hizo falta ninguna fuerza de voluntad, más bien necesité una buena cuota de humildad.

No tuve que ganar ninguna “batalla contra la droga” para recuperarme. Más bien fue una rendición… Ante la fuerza del grupo.

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